Tiiiiiit… tiiiiiit… click–Bueno
–Hola mi amor, ¿cómo estás?
–Muy bien, cielo ¿y tú?
–Extrañándote… ¿quieres ir al cine esta noche?
–¿Y eso?... dijiste que trabajarías hasta tarde…
–Sí, lo sé pero se me ocurrió que el trabajo puede esperar, quiero estar contigo, ¿qué dices, vamos?
–Claro que sí, amor… por mí, encantada.
–Paso por ti a las 8
–¡Perfecto!
–Te amo…
–Y yo a ti…
Click.
Andrés colgó el teléfono y sentía cómo una extraña emoción recorría su cuerpo. Ir al cine siempre había sido una de sus actividades favoritas, cada oportunidad que tenía la aprovechaba y buscaba la compañía más adecuada para disfrutar de un par de horas y a momentos recrearse en aquellas situaciones que hasta la fecha guardaban un lugar especial en su memoria.
Con 32 años recién cumplidos era un hombre exitoso, tenía su propio negocio y trabajaba afanosamente por seguir creciendo día a día. Todo parecía ir marchando perfecto, tenía a su lado una mujer que lo amaba y lo apoyaba de manera incondicional en cualquier plan que él decidiera emprender, sabía que juntos podrían llegar muy lejos pero también sabía que debía esforzarse por crecer y quizá más adelante, animarse a compartir por completo sus vidas.
Tlalnepantla fue el lugar que lo vio crecer, de origen humilde jamás pensó en todo lo que lograría. Desde pequeño mostró una gran alegría por la vida, era de esos niños que por lo regular están sonriendo y que, además, contagian a quienes los rodean de actitud positiva y divertida.
No sobraba nada, al contrario, a veces faltaba un poco de comida, se retrasaban con el pago de la renta o alguno de los servicios, pero la felicidad que sentía él mismo y su familia era inigualable, ni siquiera comparable a todos los lujos que quizá el dinero podría comprar.
Sentado en un elegante sillón de piel frente a la luz vibrante del monitor de su PC, tecleaba lentamente la dirección electrónica de una compañía de cines en la barra de un buscador de internet.
–¿Qué tipo de película sería bueno elegir?- Se preguntaba mientras una sonrisa casi imperceptible se le dibujaba en el rostro. –Quizá una romántica nos vendría bien, mejor algo de acción…
No estaba seguro de qué es lo que esperaba mirar esa noche, de lo que sí estaba seguro era que deseaba pasar un muy buen rato al lado de la mujer que amaba, realizando la actividad que más lo llenaba, además del trabajo y algunas otras que no sería propio mencionar.
Sus ojos recorrían lentamente las opciones que le mostraba la página web a la que había recurrido, un brillo especial resplandecía en su mirada. Trataba de tomar una decisión en cuanto a qué película ver pero su mente había salido de paseo y ahora se encontraba deambulando entre sus recuerdos.
En algún momento pasaron por su cabeza aquellos tiempos de felicidad compartida con sus seres queridos, su familia, sus amigos de la infancia: “tontín”, Ángel, “el llavero” y él mismo a quien apodaban de acuerdo al lugar en que se encontraba; en el cine del abuelo a quien a podaban “el Negro”, él era “el negrito”, en el mercado era “el niño” (mismo mote que compartía con su padre) y en las tortas de don Daniel era “juanito”, el hijo de doña Juana.
El padre de doña Juana era don Nicho o “el Negro” para los cuates, quien trabajaba en un cine de esos “piojitos”, como se dice.
Andrés gozaba recordando esos momentos, de pronto se dio cuenta de cuán importante era en realidad el cine en su vida y una vez más, como sucedía cada que se daba el tiempo de asistir a uno, realizó este tipo de ritual que consistía en relajarse, dejarse caer hacia atrás en su elegante sillón negro que, por lo general sólo era para trabajar arduamente, también servía para recordar aquellos instantes de felicidad que a ratos parecían haber sido hechos para forzarlo a sonreír eternamente.
Las salas de cine actualmente son muy cómodas con asientos reclinables, posa brazos acojinados, soporte lumbar en los respaldos y ese olor que ya no es tan especial como lo era en aquel entonces.
* * *
Tendría unos 6 o 7 años cuando esperaba con verdadera ansia que llegara el fin de semana. Todos los viernes por la noche se trataba de esperar a que terminara la función y correr a alcanzar al abuelo para acompañarlo de regreso a la vecindad que era cobijo de carencias y retrasos con los pagos pero que también lo era de sueños, alegrías y unión familiar. De regreso a la casa caminábamos en pandilla al lado del Negro sin temor alguno de ser asaltados o violentados, cosa que hoy en día es prácticamente imposible.
Íbamos los 5, el Negro fumando un cigarrillo, “tontín” trepado en su carrito hechizo con una tabla y cuatro baleros, Ángel jugando con un trompo de madera que él mismo talló, “el llavero” y yo pateando una lata vacía con las manos en los bolsillos del pantalón.
En el camino no faltaba un puesto de tacos o tortas que fungieran como cena de ese día. Al llegar a la vecindad nos dirigíamos al cuartito del Negro porque teníamos que doblar la propaganda y preparar el engrudo para que al otro día salieran muy temprano mi abuelo y dos tíos: "vitola" y "farina", a pegarlos en postes y bardas de los barrios aledaños. Al otro día dormíamos hasta tarde y disfrutábamos de juegos, travesuras y comida chatarra.
Los domingos eran lo mejor, me levantaba muy temprano, me ponía rápidamente el peto de mezclilla, los zapatos y salía como bólido a gritarle a la pandilla:
– “llaveroooooo”, Ángeeeeeeel, “tontíiiiiiin”…
Poco a poco iban asomándose los muchachos y saliendo uno a uno. Corríamos a toda velocidad y nos dirigíamos al cine del Negro para ayudarle a limpiar y que todo estuviera listo para la función de la matinée. En ese tiempo las butacas no contaban con ese sofisticado mecanismo que hace que se regresen solas, así que pasábamos corriendo por los pasillos, “tontín” y yo levantando butacas con las manos, pies y lo que se pudiera, mientras “el llavero” y Ángel pasaban con la escoba barriendo todos los rincones de la sala concentrando todo en el pasillo central. Al terminar venía la mejor parte: ¡la pepenada! Entre la basura podíamos encontrar de todo: monederos, carteras, anillos, relojes, esclavas, dinero y lo mejor para nosotros en ese tiempo: montones de revistas.
En cada recolección encontrábamos de todo un poco: El memín, Kaliman, Fantomas, Capulinita, Tarzán, El santo, Chanoc. Un tesoro, ojalá hubiera conservado algo de eso… La curiosidad por saber qué era lo que decían los “monitos” fue lo que me hizo aprender a leer.
El dinero nos lo repartíamos en partes iguales, quedarnos con todo era la paga por el trabajo que hacíamos cada domingo. Al término de la función ya nos rugían las tripas y con nuestro “sueldo” corríamos a la tortería de don Daniel: de salchicha para “tontín”, de jamón sin chile para Ángel, de pierna para “el llavero” y de cecina para mí. El banquete estaba servido pero hacía falta algo más; a dos locales estaba la tienda de Esperancita, una linda señora del barrio que sonreía al vernos y ya sabía lo que pediríamos, “chescos” para todos: sidral para Ángel, pepsi para “tontín”, mundet rojo para “el llavero” y para mi, qué más si no una lulú de uva.
Mientras el abuelo se la curaba en la cantina de don Vicente nosotros comíamos tortas sentados en la banqueta y nos repartíamos “el botín”, leíamos revistas y de regreso al cine. En el camino de vuelta hacíamos la visita de rigor para saludar a las ‘doñas’ de la dulcería de donde salíamos con nuestra naranjada “valenciana”.
Contábamos con asientos preferenciales en la sala y veíamos por enésima ocasión alguna película del Santo, el látigo negro o alguna de karatazos; y no contentos con todo lo que ya habíamos comido, el abuelo nos obsequiaba una enorme bolsa de palomitas recién hechas que nosotros disfrutábamos como si fuera la última.
Al finalizar esta segunda función y mientras la pandilla platicaba animadamente y reía con mi abuelo, yo pasaba al proyector a saludar a don Baldomero, un viejito de pelo cano y lentes que hacían parecer que sus ojos eran enormes. Le ayudaba con los rollos de las películas aprovechando para preguntar cuál sería la función del siguiente domingo. Entrar al cuarto del tesoro, una bodega donde se guardaban todas las cintas, era la mejor parte de todo, los carretes lucían amontonados unos encima de otros sobre grandes estantes de metal, qué ganas de mirarlos todos pero don Baldomero siempre decía: de lejitos negrito, de lejitos.
El cierre espectacular del domingo lo hacían las cenas en familia: chicharrón, frijoles refritos, barbacoa, queso, chiles curados y todos reunidos alrededor de la vieja mesa. Al final papá me mandaba a bañar y lavar los dientes, me subía a la litera y en un tono como de quien es cómplice me decía: ahora ¡¡A soñar!! Pero el sueño yo ya lo había vivido…
Andrés volteó a ver su reloj que marcaba las 7.30, con su mano secó un par de lágrimas que escurrían por su mejilla, se levantó rápidamente pues apenas le daría tiempo de llegar por Inés como habían acordado, apagó la computadora y salió enseguida. Al llegar a la casa de su novia todavía respiró profundamente y le sonrió a sus recuerdos.
-Hola mi amor, ¿ya estás lista?
-¡¡Listísima!!- Contestó Inés dándole un beso en los labios.
"Qué hermosa es" Pensó Andrés y sonrió de nuevo.
-Sabes amor, cuando yo tenía unos 6 o 7 años...